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La televisión, una fábrica de monstruos

  • Foto del escritor: Francisco Elorriaga
    Francisco Elorriaga
  • 10 sept 2014
  • 2 Min. de lectura

Anoche, en pleno uso, disfrute y, porqué no decirlo, despilfarro de mis últimas horas de vacaciones, me encontré con otro esperpéntico espectáculo televisivo. En cierta cadena de origen italiano, que en ningún caso es Telecinco (si lo es), se estrenaba un nuevo concurso de televisión. Un reality cargado de “amistad, valores morales y sana rivalidad”. En realidad no se sale de aquello a lo que esta cadena, que no es Telecinco (si lo es), nos tiene acostumbrado. Bueno, tal vez sorprenda (no sorprende) el hecho de que los concursantes fuesen niños. Críos que apenas llegan a los 15 años de edad.


Se puede describir este programa, al igual que el resto en el que los más jóvenes son protagonistas, como una oportunidad de alcanzar el éxito, una plataforma para darse a conocer o un trampolín a la fama, pero en realidad son grandes fábricas de pequeños monstruos de vida efímera. Empujados por sueños de éxito y reconocimiento, por unos padres tal vez demasiado exigentes o a saber qué, estos niños se inscriben en un concurso en el que deberán competir con niños de su misma edad. El premio por vencer será una fama que les han asegurado, será indefinida. Entrenan, luchan duro para obtener la victoria y, una vez alcanzada, se convierten en jóvenes estrellas protagonistas de bolos y conciertos, ídolos de otros muchachos de su edad que pronto se olvidarán de ellos para dar paso al siguiente monstruito salido de la fábrica de la televisión.


Pasarán los años, no muchos, tal vez meses, y estos juguetes rotos quedarán en el olvido. Nadie se acordará de ellos. Toda una infancia derrochada para terminar cantando en bares de carretera y bailando en espectáculos de medio pelo. Siempre recordando y sufriendo los 5 minutos de fama que tuvieron cuando tenían 11 años. Un jurado compuesto por tipos duros con su lado sensible, artistas que caen bien y que de vez en cuando sueltan una lagrimilla, luces, música… no es más que una máscara que esconde la realidad que hay detrás de estos programas que cada vez tienen más éxito. No hace falta viajar mucho en el tiempo para recordar el grotesco espectáculo que montó una cadena que no es Telecinco (si lo es) alrededor del fallecimiento, a causa de un cáncer, de uno de sus concursantes, una niña de apenas 11 años de edad.


Eso es la televisión; atrae, se aprovecha de personas con grandes sueños y las escupe una vez que aparece un juguete más moderno. Todo el que quiere jugar a ese juego sabe cuales son las normas. El problema surge cuando los concursantes son niños que participan cargados de sueños e ilusiones que, más pronto que tarde, se harán añicos al descubrir el precio de lograr una fama a tan tierna edad.


Los niños deben jugar, divertirse, ganar y perder pero siempre sobre la red de seguridad que les proporciona una infancia bien vivida. Los padres, al igual que los propios niños, no deben adelantar una maduración que, por desgracia, acabará llegando. Inculcar unas ideas de éxito, fama y riqueza no harán más que dinamitar la mejor etapa de la vida de una persona hasta convertirla en un juguete roto o un ser amargado por el resto de sus vidas.

 
 
 

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